"Si lo siento ahora ¿por qué debería esperar para decírtelo?"

Todos tenemos que viajar y yo, sin pensarlo mucho, decidí que haría el viaje en tren.

Elegí un destino que parecía agradable -sereno, templado- y diseñé un plan de viaje que incluía los lugares a visitar, los restaurantes donde comer, los sitios donde dormir. Pauté toda la ruta y medí los tiempos.
Compré los billetes con mucha antelación -quizá demasiada-, me dirigí al andén y subí con mi equipaje al vagón parado para esperar la salida. Estaba cómoda, caliente y segura y creí que con eso sería suficiente; lo único que no me gustaba era estar tan sola... a veces hablaba, pero nadie respondía.
Pasaban los días y yo miraba por la ventana a la gente en la estación: unos corrían detrás de trenes que se escapaban, otros hacían tiempo distraídos, muchos se chocaban por la prisa -aunque rara vez se hacían daño de verdad-, otros se sentaban en bancos tan aburridos como yo.

Más de una vez tuve la tentación de bajar corriendo a comprar una revista que me ayudara a pasar el rato, pero era consciente de que corría el riesgo de perder el tren y llegaba a la conclusión de que, después de tanto tiempo allí subida, sería una faena que se me escapara por una tontería.

Una vez me pudieron las ganas y me atreví a asomarme a la escalera, incluso puse un pie en el andén, pero me dio tanto miedo mi propia osadía que volví corriendo al vagón y me tapé con una manta.

Hace un par de semanas me di cuenta de que bajo el reloj de la estación alguien había dejado una moto -en realidad siempre había estado allí, pero nunca le había prestado la menor atención- y de repente, y sin ningún motivo, me entraron unas ganas locas de cogerla prestada y salir corriendo.
Me levanté medio dormida y con calma bajé del vagón. Anduve hacia el reloj confiada y tranquila, con la mente en blanco. Me fijé en que el motor estaba en marcha: sonaba un runrún curioso cuando estabas cerca y me sorprendió comprobar que no me resultaba desagradable pese a haberme acostumbrado al silencio de mi tren.
Sin pensármelo dos veces subí y me dejé llevar. Y, como quien no quiere la cosa, aquello fue cogiendo velocidad.

Y desde entonces viajo muy deprisa -todavía no sé hacia dónde- y se me va poniendo la carne de gallina a medida que avanza el cuentakilómetros. Y en el tren dejé olvidados el equipaje, los mapas, las pautas y rutas y hasta el carnet de identidad, pero me he vuelto imprudente y ya no me importa.

Y me estoy acostumbrando a vivir con cosquillas por dentro y una sonrisa culpable.

1 comentario:

  1. madre mía! me encanta!!
    La adrenalina de la imprudencia que tantas veces nos lleva a destinos asombrosos...
    Me has convencido, también yo me animo a cambiar mi ruta, pensando sólo en lo que encontraré por el camino.

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